Relato de una reforma constitucional insólita a los poderes judiciales federal y estatales

El 5 de febrero de 2024, el entonces presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, envió al Congreso de la Unión una batería de veinte iniciativas para reformar drásticamente la Constitución, varias de ellas para derruir diversas instituciones, casi todos los órganos autónomos, y, la más dañina, la deconstrucción total de los poderes judiciales, tanto el federal como cada uno de los poderes judiciales de las entidades federativas. Ciertamente es un vicio político mexicano, y sólo mexicano, la obsesión por reformar la Constitución; se la ha reformado cientos de ocasiones, lo que no acontece en el mundo, en realidad modificarla a la medida del momento político ha venido a ser una manera de desatenderla, de violarla, es decir, ejemplifiquemos: si el arraigo o la prisión preventiva es contraria a las convenciones de derechos humanos, pues se reforma la Constitución para que prevea estas figuras y ya está, se hacen constitucionales. Algunas modificaciones han sido pertinentes, como la representación proporcional en la Cámara de Diputados y en los Ayuntamientos, otras han mostrado la falta de rumbo de las dirigencias gubernamentales, como lo constatamos en el hecho de que en los últimos treinta años hemos tenido tres sistemas penales diversos: el basado en los elementos del delito; el construido en el finalismo, y, ahora, el penal acusatorio, todos ellos encargados a las mismas instituciones de procuración de justicia y puntualmente ineficientes.

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